miércoles, septiembre 19, 2007

EL NIÑO-VIEJO


Dicen que las grandes historias siempre han de tener un final feliz, donde la experiencia de los años marcan con satisfacción todo cuanto se ha conseguido en la vida. La familia, entre ellos los hijos e incluso los nietos presentes, no desestiman que después de muchas caídas siempre es bueno sentarse en un rincón tranquilo y decir la mítica frase nerudiana, “confieso que he vivido”.



Las copas de tintos brebajes y el asado de rumiante animal, yacían en la memoria de la reciente tertulia que acontecía como es de costumbre, para vernos una que tantas veces… algunos más, otros menos. Las guitarras de los más jóvenes se silenciaron expectativos de cada movimiento de las ya arrugadas manos de la dama en el piano, y en como éstas comenzaron a crear una tonada que para sorpresa de casi todos los presentes, se hizo irreconocible, en parte por el distanciamiento del recorrido en sus distintas vidas y ramificaciones que un árbol genealógico como éste, muestra en su magnánimo resplandor.


Digo casi todos, porque ahí estaba un viejo, sentado en uno de los rincones del pequeño hogar, ya cansado… pero mirando maravillado el sonido de los recuerdos tras una sabia melodía de un siglo y aún algo más… un destello despertó en su rostro, más bien en sus ojos que tras unas cuantas lágrimas secas el viejo ya no fue más viejo, era el mismo niño que escuchó a su madre cantar mil veces dicha tonada. Murmuraba para sus adentros “Al venir por un atajo… encontré al peón cartero… y creí que me traía… la ansiada carta que tanto espero…”, esperanzado de que la memoria no lo traicionara ahora más que nunca.



Olvidados quedaban los problemas y los mil errores cometidos, después de todo nunca nadie trastabilla en vano. La nostalgia inundaba el canto sigiloso del niño-viejo y créanme que si lo conocieran lo suficiente como quien os cuenta esta historia, pocas veces tendrían la oportunidad de ver el gesto de dicho personaje, al concentrarse en algo que no necesariamente hablaba de si mismo… como mucho de lo que siempre sale de su boca con pomposa retrospectiva.

Se trataba del mismo niño-viejo que rescató como último suspiro de su ya gastada madre cada estribillo, cómplice ahora de su actitud pensativa y calmada… pero siempre conciente de que aún cantándola mil veces, al callar el último arpegio, no volverá a escuchar a su madre soplándole al oído el verso que sigue.



Fue algo supremo. En sus alrededor de cinco minutos de duración y por muy insignificante que resulte para la mayoría, puesto que la atención se concentraba en cada una de las morisquetas del menor y único hijo varón del viejo y la dama, se estaba frente a palabras que desarmarían al mas fuerte y emocionarían al más perro.


-Bueno- El sonido se apagó, todos despertaron del sueño que la dama en el piano nos regaló y con su actitud tímida y risueña como de costumbre, preguntó…
-¿Qué toco ahora?-
El niño tragó un poco de saliva, la suficiente para desatar el nudo en su garganta y volvió a hablar como quien pone en su espalda el peso de los años.
-Quisiera escuchar “el cartero”-
Oímos todos, pero nadie se atrevió a objetar. Fue cuando los presentes notamos como esa pieza musical dotada de gran simpleza tenía a su vez un gran valor, al mismo tiempo que para sus adentros el viejo, que volvía a convertirse en niño, murmuraba “acompáñame una vez más, Madre”.

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