martes, mayo 29, 2012

La Ciudad y los Perros

¿Ves eso que cuelga de tu cuello? Has pestañeado y surgen tíos reclamando ser tus dueños. Algunos sonrientes otros más violentos, que no te engañen todos quieren mantenerse sobre ti. 
Bueno tío, si estás de acuerdo con su política y estilo de vida, de comer sobras simplemente por ese adorno en tu cuello, pues debes saber que quien ladre por si mismo domará la libertad y la verdad a su antojo. Presumen pero siempre habrá quien ladre más fuerte. Si me preguntan, prefiero un coro de iguales que solistas sobre-valorados.


¿Ya aprendiste a hablar? Ahora prepárate a morder donde más les duele. Creerán ser dueños de todo pero las calles siempre serán nuestras.


Ejercicio de Montaje en Magíster de Cine Documental de la Universidad de Chile.
Imágenes de la marcha ciudadana del 21 de mayo de 2011 en la ciudad de Concepción, Chile.




ADIOS


Cuatro horas con veinticinco minutos y trece segundos. Más de la mitad del viaje. A punto de llegar a destino y confieso: No tenía intención alguna de bajar del bus. Desde un principio nunca quise subir, pero tuve que hacerlo. Se trataba de esa asfixiante sensación, que no había otro paso que dar. Que el futuro no llegaría, sino iba por este camino, sin desviarme.
Tampoco era mi deseo el vivir estancado en un eterno presente. Cómodamente. Jugando con lo original de mis ideas, que no son más que un collage de miles de otras ideas originales en su tiempo, moldeadas de tal forma para sentirnos únicos. Me tomé las molestias de incluiros en la última parte, porque considero que la nebulosa en la que vives tú, yo y cualquier mortal, no termina sino hasta la muerte. Vidas enteras malgastadas por un “por qué”.

Como habrán leído soy un tipo denso y esquivo al relatar. Aún cuando esta historia empezó siendo un viaje, no os digo de dónde vengo ni hacia dónde voy. Llovía afuera en la carretera y ya era prácticamente de noche.
Perdí el habla apenas ascendí al bus y desparramé mi cuerpo en el asiento. Me sumergí en un trance, siendo la tristeza el motivo de este éxodo. La principal culpable. Concentrado en seguir con los ojos el recorrido suicida de las gotas en la ventana hasta estrellarse al final del cristal y perdiendo así su condición de gota.
A ratos, luces en la dirección contraria reventaban dando mayor dinamismo a este estado. Enloqueciendo las pupilas. Todo parecía importar nada. Ver la cara de mis viejos despedazada por el dolor, no era algo que le recomiendan a un alma frágil y, sin embargo, resultaba necesario. Juré que después de esto nunca más volvería ahí. El malestar comenzó dos días antes de partir, cuando mencionaron  llevar entre mi equipaje el traje negro y una camisa del mismo color.
Insisto, si no les menciono el dónde estoy, es porque no tengo puta idea de dónde estoy. Algún lugar entre la séptima y octava región de Chile, para saciar su curiosidad.

-¿Usté’ es de má’ al sure?- preguntó mi acompañante regresándome de forma vertiginosa a la realidad.
-Sí, de Concepción.
-¡Aah! Pa’ allá hace mucho frío y llueve má’ que acá.
-Sí, tiene razón. El microclima.
-¡Eso, eso! Yo soy de Miraflores. Ahí llueve cuando tiene que llover noma’. Pedro Salvador Hidalgo Buenaventura, para servirle.
Extendió su mano dirección a mi cuerpo. Por un momento me perturbó tal muestra de confianza. Subió al bus en Rosario justo antes de que comenzara el aguacero. Pero no fue hasta oír su voz que supe de su presencia a mi lado.
Y entre toda esta confusión, me sacó una sonrisa. Imité su gesto tomando con firmeza su mano: “Antonio Retamal” mencioné por responderle algo. Parecía menos falso al decirlo de frente. A los ojos. Nunca sospecharía que no era mi verdadero nombre. El pobre campesino sólo necesitaba de una referencia y saber a quién le estaba hablando y Antonio Retamal bastaba para cerrar el trato.

Se trataba de un tipo de 60 primaveras, pelo cano, dientes amarillentos y no derechos. Pedro era de una alegría y transparencia admirables. En fin, una maravilla de ser humano. Me contaba de su vida como si lo hiciera con cualquier amigo.
A ratos se desesperaba cuando había un largo silencio, por lo que empecé también a hacerle preguntas de cómo es vivir en Miraflores. Ahora la sonrisa se la saqué yo y a continuación comenzó a sembrar su basta sabiduría de herraduras, del cómo domar a los equinos salvajes. De los viajes a Argentina en montura. De las briscas en la cordillera con el grupete de amigos, su buen trago de vino con harina tostada y un fuego para entibiar el gastado espíritu. De la crianza de gallinas. De cómo hacer queso. De los tiempos exactos para cosechar el trigo.

Todo habría seguido un ritmo acogedor. El quiebre ocurrió tras recibir un mensaje a mi celular de mi prima, que preguntaba dónde iba en el viaje. Me puso al tanto de la salud de los abuelos. El panorama era poco esperanzador.
Volví al trance, mientras la boca de Pedro no dejaba de relatar las maravillas del trabajo de la tierra. Dando las invitaciones correspondientes para cuando quisiera tener una vuelta por esos lados. Esto último es un supuesto, ya que dejé de prestarle atención.
Una nueva imagen se formó en mi cabeza, quien sabe si se trataba de una pizca de clarividencia. Lo único que sentía era el olor a los cirios de Iglesia y el sonido de rezos susurrados. La voz del campesino se perdió entre ecos ahogados, cómo si hubiese sumergido mi cabeza en un charco de agua, licor o lo que sea. Todo pareció irreal.

Comenzó a desagradarme la idea de que ese viejo creyera tener la razón de todo. Que su mirada era la única importante en la vida. Antes de seguir escuchándolo, decidí pasar al baño a respirar y estirar las piernas. Sorpresa fue notar que una bolsa al lado de mi pie derecho se movía.
-¡Cresta! –dije a tiempo que del bulto vi dos ojos saltones que advertían cualquiera de mis latidos. La cabeza daba movimientos entrecortados y comenzó a salir un olor a mierda de ave.
-Tranquilo, tranquilo rotito –decía Pedro al gallo, al mismo tiempo que golpeaba su cabeza suavemente. “Huaso bruto” dije para mis adentros, pero a “mis-adentros” no le causó mucha gracia, querían llegar rápidamente al baño.
Una vez en el cuarto de aproximadamente un metro de ancho y largo, y dos metros de altura, traté de llamar de regreso y saber cómo estaba todo allá. Pero la pésima señal en el trayecto sumado al mal tiempo lo hizo imposible. Sin nada mejor que hacer y los nervios a punta de lanza por la faringe, vomité lo poco y nada que había comido. Envié un mensaje y espere por nada, sumergido nuevamente en la incertidumbre.
De regreso a mi asiento continué con las preguntas para distraerme de todo. Don Pedro parecía comprender que con cada frase que me daba, sanaba algo en mi interior. Así llegamos a la historia con su mujer. Sus cuatro hijas y el único varón que mantendría el apellido de la familia intacto. De cómo esto lo rescató del charco de porquería en el que nadó por mucho tiempo. ¡Joder! Quería esa vida para mí.
-Miraflores- mencionó el auxiliar del bus y el mundo volvió a sus colores apagados y sabores agridulces. 

“Chao pues, Antonio” dijo don Pedro, una vez interrumpida la larga charla. Terminé sintiéndome un experto en la crianza de caballos y de gallinas. Además de que la invitación a su universo sería una buena forma de terminar mis días.
Se paró con su roto, que aún miraba mi pierna como si se tratara de su alimento favorito, con esos ojos histéricos e hiperactivos de las aves de corral. Me extendió nuevamente su mano arrugada y surcada, de venas gruesas. Bellas manos. Un ejemplo de quien hace su deber sin dudar. La aferré con ambas dejándole mis mejores deseos y que llegase a su destino sin sobresaltos.

Nunca más volvería a verlo, eso es seguro. Por dos segundos tuve deseos de bajar con él. Sería un buen escape, un vuelco en el cuento para aquellos que leen estos pliegos. Lo agradecerían como un desenlace fortuito del capítulo y lleno de intriga para seguir con la lectura y conocer más de la historia de quien relata, en un mundo nuevo por descifrar.
¡Que se joda Concepción, mis viejos, mis abuelos y toda esa pena que crece como cáncer en mi alma! Quién sabe, esto podría terminar siendo una historia de drama, comedia o amor, una lección de vida o una simple anécdota para contar a mis hijos y a los hijos de mis hijos, si algún día me animo a tener.

Pero fue un simple adiós, en algún lugar entre la séptima y octava región del país. El primer “adiós” de muchos en este viaje. Cuatro horas con cincuenta y siete minutos y dieciocho segundos.

HABÍA TOCADO FONDO

Entrar a un bar. Emborracharse con un licor barato y buscar una pelea en cada esquina de esos antros, alérgicos a la luz de sol. Golpear un par de veces para incentivar el ambiente, recibir el contraataque con los brazos abiertos. Perder siempre. Reír del dolor al terminar escupiendo sangre. Luego como un pordiosero, arrastrarme hasta el borde de la calle, sentar el pesado cuerpo.

No importa la cantidad de cuentos bienhechores que te contaron al ser niño. Si hubo un Dios por cada rezo, de cada persona en este mundo. Este cuerpo no tenía gracia ni alma, mucho menos pasaba ante la mirada de Dios. No la merecía.

La risa se transformaba en llanto, en la medida que la culpa carcomía virulentamente lo que en un pasado no muy lejano había ocurrido, sólo para preguntarte: “¿Por qué el muy hijoputa no terminó la angustia de una buena vez y te mataba con una merecida golpiza?”. Había que buscar otro bar y volver a intentarlo, pero pasaban las horas y más rápido se perdía el dinero que la vida.

Sabía el resto de la historia. Llegar a mi casa y desconocer al demonio frente al espejo, intentar armar el satírico puzzle de mi rostro. Alrededor de mi cuello una cadena pesada con el grabado “¿Qué hice mal?”. No dar con la respuesta, entonces limpiar la suciedad de las heridas para más tarde recostarse, sin descansar, mucho más imposible poder dormir.

Una semana de eso, todas las noches similares a la anterior. Ahí supe que había tocado fondo.