martes, mayo 29, 2012

HABÍA TOCADO FONDO

Entrar a un bar. Emborracharse con un licor barato y buscar una pelea en cada esquina de esos antros, alérgicos a la luz de sol. Golpear un par de veces para incentivar el ambiente, recibir el contraataque con los brazos abiertos. Perder siempre. Reír del dolor al terminar escupiendo sangre. Luego como un pordiosero, arrastrarme hasta el borde de la calle, sentar el pesado cuerpo.

No importa la cantidad de cuentos bienhechores que te contaron al ser niño. Si hubo un Dios por cada rezo, de cada persona en este mundo. Este cuerpo no tenía gracia ni alma, mucho menos pasaba ante la mirada de Dios. No la merecía.

La risa se transformaba en llanto, en la medida que la culpa carcomía virulentamente lo que en un pasado no muy lejano había ocurrido, sólo para preguntarte: “¿Por qué el muy hijoputa no terminó la angustia de una buena vez y te mataba con una merecida golpiza?”. Había que buscar otro bar y volver a intentarlo, pero pasaban las horas y más rápido se perdía el dinero que la vida.

Sabía el resto de la historia. Llegar a mi casa y desconocer al demonio frente al espejo, intentar armar el satírico puzzle de mi rostro. Alrededor de mi cuello una cadena pesada con el grabado “¿Qué hice mal?”. No dar con la respuesta, entonces limpiar la suciedad de las heridas para más tarde recostarse, sin descansar, mucho más imposible poder dormir.

Una semana de eso, todas las noches similares a la anterior. Ahí supe que había tocado fondo.

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